domingo, 26 de abril de 2015

Simenon se explica ante Maigret o “la famosa parrafada acerca de que las verdades artificiales son más auténticas que las verdades puras y duras”

Enseguida verán lo que algunos entienden por verdad.

Era al comienzo, en la época de aquel baile antropométrico organizado, junto con algunos otros actos más o menos espectaculares y de buen gusto, para promocionar lo que ya empezaban a llamar los “primeros Maigrets”, dos volúmenes titulados El ahorcado de la iglesia y El difunto filántropo.

Confieso que, esa vez, los leí en cuanto se publicaron. Y recuerdo que, a la mañana siguiente, Simenon entró en mi despacho, satisfecho de sí mismo, si cabe con mayor seguridad que antes, pero con una pizca de ansiedad en la mirada.

–¡Ya sé lo que va a decirme! –exclamó antes de que yo le saludara. Y prosiguió, mientras caminaba de un lado a otro de la habitación–:  No niego que estos libros estén llenos de inexactitudes técnicas. De nada serviría que se las enumerara. Pero sepa que lo he hecho a propósito, y voy a explicarle el motivo.

No reproduciré todo su discurso, pero recuerdo las frases esenciales, frases que después me he repetido con frecuencia, y con una satisfacción que roza el sadismo:

–La verdad nunca parece verdadera. Y eso ocurre no sólo en la literatura o en la pintura. No le citaré tampoco el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos parecen rigurosamente perpendiculares, pero que producen esta impresión porque están un poco curvadas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían curvadas, ¿me entiende? –por entonces aún le gustaba hacer gala de erudición–. Cuéntele usted cualquier historia a alguien. Si no la retoca, le parecerá artificial y poco creíble. Retóquela, y será más auténtica que la realidad –voceaba estas últimas palabras como si se tratara de un descubrimiento sensacional–. Todo consiste en ser más verdadero que la realidad. ¡Pues bien!, yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad!

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)

viernes, 24 de abril de 2015

El comisario Maigret ajusta las cuentas a Georges Simenon, su autor

Leí hace tiempo que Anatole France, que debía de ser como mínimo un hombre inteligente y que utilizaba de buena gana la ironía, después de posar para que le retratara el pintor Van Dongen, no sólo se negó a que éste le entregara el cuadro una vez terminado, sino que prohibió que se expusiera públicamente. Por esa época, una famosa actriz puso una demanda, que causó revuelo, a un caricaturista que la había dibujado con unos rasgos que ella consideraba insultantes y perniciosos para su carrera.

Yo no soy un académico ni una estrella de teatro. Tampoco creo ser una persona demasiado susceptible. Jamás, en todos mis años de profesión, se me ha ocurrido enviar una sola rectificación a los periódicos, los cuales, sin embargo, han criticado a placer mi vida y mis métodos.

No todo el mundo puede encargar su retrato a un pintor, pero cada uno de nosotros, en la actualidad, ha tenido alguna experiencia con la fotografía. Y supongo que todos hemos sentido alguna vez ese malestar que nos invade al ver una imagen de nosotros mismos que no es del todo exacta.

¿Se entiende bien lo que quiero decir? Me avergüenza un poco insistir. Sé que estoy tocando un punto esencial, una fibra especialmente sensible, y, cosa que me sucede raras veces, de repente tengo miedo de hacer el ridículo.

Creo que me importaría un comino que me pintaran con unos rasgos completamente diferentes de los míos, e incluso, si se quiere, que rocen la calumnia.

Pero vuelvo a la comparación con la fotografía. El objetivo de la cámara no permite una inexactitud absoluta. La imagen es diferente y, al mismo tiempo, no lo es. A menudo, cuando nos muestran una fotografía en la que aparecemos nosotros mismos, somos incapaces de señalar el detalle concreto que nos choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.

Pues bien, eso es lo que me ha ocurrido a mí durante años con el Maigret de Simenon –ese Maigret al que yo vi crecer día a día–, hasta el punto de que, al final, la gente me preguntaba de buena fe si yo había copiado sus manías, o si mi apellido era de verdad el de mi padre o si lo había copiado del novelista.

Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(
Traducción de Joaquín Jordá)