Enseguida verán lo que algunos entienden por verdad.
Era al comienzo, en la época de aquel baile antropométrico organizado, junto con algunos otros actos más o menos espectaculares y de buen gusto, para promocionar lo que ya empezaban a llamar los “primeros Maigrets”, dos volúmenes titulados El ahorcado de la iglesia y El difunto filántropo.
Confieso que, esa vez, los leí en cuanto se publicaron. Y recuerdo que, a la mañana siguiente, Simenon entró en mi despacho, satisfecho de sí mismo, si cabe con mayor seguridad que antes, pero con una pizca de ansiedad en la mirada.
–¡Ya sé lo que va a decirme! –exclamó antes de que yo le saludara. Y prosiguió, mientras caminaba de un lado a otro de la habitación–: No niego que estos libros estén llenos de inexactitudes técnicas. De nada serviría que se las enumerara. Pero sepa que lo he hecho a propósito, y voy a explicarle el motivo.
No reproduciré todo su discurso, pero recuerdo las frases esenciales, frases que después me he repetido con frecuencia, y con una satisfacción que roza el sadismo:
–La verdad nunca parece verdadera. Y eso ocurre no sólo en la literatura o en la pintura. No le citaré tampoco el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos parecen rigurosamente perpendiculares, pero que producen esta impresión porque están un poco curvadas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían curvadas, ¿me entiende? –por entonces aún le gustaba hacer gala de erudición–. Cuéntele usted cualquier historia a alguien. Si no la retoca, le parecerá artificial y poco creíble. Retóquela, y será más auténtica que la realidad –voceaba estas últimas palabras como si se tratara de un descubrimiento sensacional–. Todo consiste en ser más verdadero que la realidad. ¡Pues bien!, yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad!
Georges Simenon, Las memorias de Maigret
(Traducción de Joaquín Jordá)