miércoles, 20 de mayo de 2015

La filosofía, vagamente zen, del señor Pinyol

El señor Pinyol era un hombre extraordinario precisamente porque era un hombre tan normal, tan claro y unívoco. A mí no me han gustado nunca los tipos extraños, extravagantes, bohemios, genialoides o misteriosos. Para misterios ya hay bastante con los que se presentan en cada momento. Son tipos que me cansan.

El señor Pinyol no tenía nada de particular. Era como somos todos: un poco desdibujado, un poco pintoresco, ligeramente inconsciente, pasablemente juicioso, un poco prudente, desmemoriado, confuso y aritmético. Era vagamente teatral e histriónico pero, a la hora de la verdad, era modesto y tenía una manera plástica y visible para demostrar que era una buena persona –una persona de juicio. Llevaba bastón y, cuando hablaba poniendo interés, sacaba el pecho hacia fuera, sobre todo cuando utilizaba el rulo de su dialéctica, que era sentenciosa y mareante, ya que consistía en manifestar principios que el hábito ha hecho indiscutibles, como por ejemplo: “El saber no ocupa lugar”, falsedad notoria; “Vale más pájaro en mano que ciento volando”, simplería indiscutible; “Después de una subida viene una bajada”, cosa incierta, etcétera. Y muchas otras cosas del mismo aspecto. Cuando pronunciaba estas frases, el pecho le tomaba un cierto relieve, y levantaba el bastón al aire, como si en aquel momento tomase posesión de alguna tierra exótica y remota. El señor Pinyol me dijo un día:

—A la hora de dormir, duermo; de comer, como; de trabajar, trabajo; de pasear, paseo; de meter, meto –con tiento, dada mi edad, se entiende. Cuando hago una cosa no pienso en nada más. He llegado, a los años que tengo, conservando todos los dientes y sin que las obsesiones que pueda tener a cada momento puedan intervenir en los otros momentos.

—Pero, señor Pinyol, usted es un hombre admirable, de una construcción perfecta –le dije para seguir la conversación.

—Sí, señor. Y aún le diré más. Tengo la impresión de tener el espíritu formado por cajoncitos: el cajoncito de la conducta, el del trabajito, el de las distracciones, el de los vicios –pequeños, naturalmente. Si las cosas que van apareciendo –y aparecen tantas que no sé cómo acabará este desbarajuste– caben en mis cajoncitos, las considero in-dis-cu-ti-bles. ¿Me comprende? Si no caben, si no se adaptan de una manera holgada y adecuada, mi conciencia las rechaza sin la más pequeña duda, de plano. Yo estoy hecho así, qué le vamos a hacer…

—En el país hay muchas personas como usted. Usted parece una piña de nombres y de hechos.

El señor Pinyol tenía una gracia especial para ver las cosas de una manera simple y esquemática y para producir la impresión de que su manera era espontánea y salida de dentro. Su conversación era un humo delgado como piel de cebolla –pero un humo que, al cabo de un rato, no os dejaba respirar y os asfixiaba literalmente. Por un lado me gustaba por su misma exacerbada normalidad, tan típica del país; de otro lado me producía una repulsión indigerible.

El señor Pinyol utilizaba a menudo la frase: “No vale la pena” como juicio de valor de las cosas. Vale la pena, no vale la pena… Un día me dijo:

—¿La religión? Ya está bien como está. No vale la pena preocuparse. Es una cosa, ¿comprende?, puramente administrativa…, hablando, se entiende, en general. Es como las contribuciones, la guardia civil, las clases activas o pasivas. Personalmente, que piense todo el mundo como quiera, si es que tiene tiempo de pensar. En general, no vale la pena preocuparse… Ya está bien.

JOSEP PLA, El cuaderno gris. Un dietario
Traducción de Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo

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